El alimento como parte del Camino
El alimento como parte del Camino
Este octubre, coincidiendo con el Día de la Nutrición (16/10), tuve la posibilidad de hacer uno de los tantos Caminos de Santiago de Compostela.
Allí entendí que la alimentación no era solo energía para seguir caminando: era parte del camino en sí.
Cada comida, cada fruta compartida o trozo de pan ofrecido, se transformaba en un gesto de humanidad que iba mucho más allá del cuerpo.
El Camino nació en el siglo IX, cuando se descubrió la tumba del apóstol Santiago en Compostela.
Desde entonces, miles de peregrinos comenzaron a recorrer Europa para llegar hasta allí. En los primeros tiempos no había bares ni albergues, solo aldeas y monasterios donde la gente ofrecía comida y refugio.
La hospitalidad era una forma de fe, y el alimento, un símbolo de acompañamiento.
Muchos siglos después, esa esencia sigue viva.
A los costados del sendero todavía se encuentran canastas con frutas y vegetales de la huerta, que los vecinos dejan para los peregrinos.
Nadie cobra, nadie vigila.
Es un gesto simple, pero cargado de sentido: la comida vuelve a ser un lenguaje universal, un modo de cuidar al otro sin palabras.
Mientras caminaba, pensaba que nuestro cuerpo también es un territorio ancestral, un paisaje que guarda la memoria de la tierra.
El intestino —ese centro de vida y emociones— se formó en diálogo con la naturaleza: raíces, semillas, hojas, agua limpia, descanso.
Durante el Camino, esa conexión se vuelve evidente: uno come cuando tiene hambre real, bebe cuando tiene sed, duerme cuando el cuerpo lo pide.
El cuerpo encuentra su propio ritmo, ese que la vida moderna suele desorganizar.
La industria transformó la comida en producto y la nutrición en cálculo, pero el cuerpo sigue pidiendo lo mismo que hace miles de años: comida viva, cercana, sencilla y compartida.
Al caminar, comprendí que comer “primitivo” no es volver atrás, sino recordar.
Recordar que la nutrición no nació en un laboratorio, sino junto al fuego, en cocinas de barro donde se molían granos y se compartía el pan.
Esa comida lenta, fermentada, madurada, tenía algo sagrado: era alimento, pero también vínculo.
Cada paso en el Camino me recordaba que la sostenibilidad empieza en el plato.
No solo al elegir productos locales o de estación, sino al recuperar una relación más consciente con el acto de comer: cocinar, agradecer, aprovechar, no desperdiciar.
Una fruta recién cosechada, un pan con masa madre o una olla que se comparte pueden ser gestos pequeños, pero profundamente transformadores.
Aunque el Camino hoy tenga oferta gastronómica variada, el alma solidaria aún permanece a pesar de que algunos lugareños estén cansados del turismo masivo, otros respetan y alientan a los que caminamos buscando algo más que un destino: buscamos sentido.
El alimento no solo nutre el cuerpo, también repara el alma.
Caminar, recibir lo que alguien dejó sin esperar nada a cambio y seguir… es entender que nutrirse también es eso: ser parte de una red invisible de gratitud, sostenibilidad y generosidad.
Porque el futuro de la nutrición no está en lo nuevo, sino en lo que recordamos al volver a lo primitivo.
Y a veces, sanar empieza ahí: en una fruta ofrecida al borde del camino, en el pan compartido, en el silencio después de comer.
Buen Camino ➔






